El cuidador
19 May, 2022
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Ha llegado el momento. Me siento ajeno a todo, como si todo fuera incierto .

Pero esta realidad supera la magnitud compleja de un sueño.
La anciana que he estado cuidando era pura fragilidad; huesos ya rotos, como el cristal fino y débil. Pero ella, fue todo un huracán revolviendo mis emociones por dentro; quise mimar y mimé su piel manchada, arrugada y bruta. Yo sentía cómo clavaba su mirada sobre mi nuca, y me he sentido claustrofóbico entre su olor senil y su sonrisa agradecida. Pero eso me gustaba.


Me ato los cordones de estos zapatos negros, de brillo impoluto, que apenas suelo usar. No los quisiera tener que usar. Voy de camino a su entierro. Y me invade su recuerdo, cuando decía que me alejara de ella. No entiendo por qué querría eso.
Se supone que debería estar pensando en lo buena persona que fue, y lo bonita que era su alma, pero no cesan de llegarme escenas de todo lo que he sido por ella, y de todo lo que últimamente me ha hecho hacer, tan sucio. Maldita sea, esa perra me obligó a tener que ponerme estos zapatos negros. Ella prefirió esto.
Me ha dejado aquí tan solo; era todo lo que ocupaba mi rutina y ahora... me siento tan jodidamente solo. Y la culpo. La culpo porque ya no está. Le agarré y le dije déjate, y no se dejó, no quiso quedarse conmigo. Ella prefirió esto. Tanto la cuidé y quizá no supo verlo. Y aunque mis ojos estén inundados de reproches, yo aún siento amor por ella. Un mimo constante que se convirtió en hábito, un hábito que me consumía, y me aliviaba al mismo tiempo. Nuestras soledades ya no estaban solas.


Salgo de casa, vestido de este fúnebre traje, con el que me siento ahorcado con el maldito nudo de la corbata. Intento aflojarlo. Pero miro al cielo, y me doy cuenta de que aprieta aún más esta bochornosa calor de pleno julio. Mi frente suda, y se confunde con el sudor de mis nervios forzosamente pasivos.


Cojo el coche para conducir hasta el cementerio. El camino será largo. Adentro la llave de contacto y con el motor ya rugiendo, me detengo unos segundos con la mirada perdida, y tras ese silencio hueco, continúo. Mis manos presionan, sin darse cuenta, el volante. Me siento profundamente apenado y tan vacío que siento la ligereza de mi cuerpo flotando entre la melancolía. Maldita sea.


Estoy casi llegando. Busco con la mirada algún hueco libre para aparcar. Esto está lleno de coches. Voy tan despacio, como si no quisiera llegar nunca. Este afligimiento se convierte en pesadilla, quizá incertidumbre. El amor, tal vez, se convierte en odio por momentos. Es que la odio por no haberme dejado estar con ella. Si me hubiera dejado, no hubiera pasado nada de esto.


Aparco al fin. Allí están todos ellos, entrando ya por las puertas de este infierno de muertos. Y su silencio. El abandono. La pena colgando de sus letreros anunciando sus nombres. Las flores dando un poco de color, para engañarnos. Pretenden hacer bonito algo terrorífico. Yo, como todos, sigo el sendero hacia esta vida del revés. Cruzo la entrada y apresuro el paso para encontrarme con el resto. Todos son familiares y amigos. Quizá algún curioso, de paso. Respiro. El corazón me golpea contra la camisa y le susurro que pare. Pero mis ojos se encharcan. No veo nada. Me limpio.


-Por Dios, chico, ¿cómo estás? Siento que te haya pasado a ti, a solas. Debe de ser un recuerdo terrible. _me dice uno de los hijos de la anciana, golpeándome la espalda, en un abrazo efímero_
-No te preocupes; gajes del oficio. Siento no haber podido hacer más. _le contesto, lamentado_
-Mi madre era ya muy mayor, _dice para consolarme_ ya tuvo varias caídas, y le advertimos que no subiera las escaleras, ¡malditas escaleras! _se exalta culpando a las escaleras de la casa, mientras se reúne con sus otros hermanos_


Algunos familiares, más jóvenes, tan jóvenes como yo, parecen hacer más caso a sus móviles. Intercambian textos. Yo miro el mío, por si acaso, siempre por si acaso. Ni una llamada perdida, ni un mensaje, nada. Hace seis años que me alejé de todos. Yo me he buscado este vacío. Veo que son las 11:00. Apago la pantalla y alzo la vista hacia el ataúd. Madera gruesa de color caoba, rodeado de varias coronas de rosas, adornando a la tristeza. Como si eso remediara la sombría impresión que se siente en un lugar como este. Lo alzan con cuidado, lentamente, y lo introducen hacia el nicho. Todos aguardamos un minuto de silencio. La cabeza al suelo, la mirada volteada entre lágrimas. No veo nada. Otra vez no veo nada. Vuelvo a limpiarme. Tengo un flashback. Recuerdo otra muerte. La perdida terrible de mi novia hace ya seis años. Aún la quiero. Aún la recuerdo como si fuera ayer cuando miraba mis labios justo antes de besarme. La echo de menos. Desde aquel fatídico accidente de coche en donde la perdí, no he podido volver a estar con nadie. La anciana era toda persona con la que volvía a entregar mi cariño y dedicación. Nunca he podido hablar de ella. Me duele. Todavía me duele. A veces creo que cuando se fue, se llevó con ella mi cordura. Me horrorizó verla tan destrozada. Es algo que no puedo sacar de mi cabeza; ni mi amor por ella, ni su cuerpo convertido en pura fragilidad contra el asfalto. Ojalá yo hubiera ido con ella. Ojalá yo en su lugar.
Lloro. Lloro como aquel día en el que grité su nombre mientras la oscuridad sacudía sobre su féretro. Quizá morí con ella.
Después de este minuto, se escucha de nuevo al murmullo. A las voces cortadas por el llanto diciendo “no pasa nada, ya era mayor.” ¿Dejaremos de importar cuando cumplamos tantos años? ¿Acaso no duele tanto la pérdida cuando alguien muere mayor? Creo que esa es la frase más absurda, para consolar a la pena. “Es mayor.” “Ya pudo vivir su vida.” Creo que hay personas que han perdido la vida muy jóvenes y que han sido más felices que en toda la vida entera de algunas personas de 65 u 80 años. Caprichos de la vida. Azar. No sé.


Veo cómo todos se funden en largos abrazos que calman al dolor, y refrenan la caída de las lagrimas que quieren brotar hacia las mejillas, saltando con fuerza.
Todos vamos a echar mucho de menos a la anciana. Sobre todo el hueco de mis horas muertas que ella ocupaba. Pero ahora ya no importa. La depresión sigue a mi lado. Respiro. Nadie parece sospechar que yo la he matado.

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