Amores hay de muchos tipos, casi tantos como personas capaces de sentirlos.
Existen amores plácidos que satisfacen la sed y el hambre cotidianos, amores que se nutren de pequeños detalles, de compañerismo, de complicidad, de alegrías y penas compartidas, de decepciones y compromisos. Son estos como un viento suave, de esos cuyo soplo apenas se percibe, pero que reconfortan, un viento que no zarandea, sino sólo acaricia .
Existen, por otro lado, amores salvajes e indomables, amores que son como una fragosa tempestad, como un mar embravecido cuyas olas todo lo arrasan. Son amores imposibles de controlar a golpe de timón, amores que arrastran a quien los siente entre remolinos y vórtices insondables, amores que te llevan a sentir ahogo y entusiasmo a partes iguales. Estos amores suelen ser como una montaña rusa, en cuanto que hacen percibir anhelo y excitación en la subida y vacío y vértigo a la bajada. Amores a los que es imposible sustraerse y que te pueden tanto elevar al paraíso como descender a los infiernos.
Estos serían, por así decirlo, los dos extremos del amor, entre los cuales se podrían catalogar otros cientos.
Lo cierto es que se puede vivir cien años en absoluto letargo y en un segundo despertar al amor y ser de súbito engullido por sus fauces. Esa es su grandeza. Quizá también su peligro.