La soledad acostumbra a engendrar vacío y éste, lejos de percibirse como algo liviano, puede a su vez engendrar en el interior de la persona afectada una sucesión de seísmos capaces de hacer tambalear todos sus cimientos.
En general, ese vacío derivado de la soledad irrumpe cuando algo que estaba ya no está. Equivale, por tanto, a ausencia: un amor frustrado, un amigo que se marchó, una mano tendida que se disipó entre la niebla, un ideal malogrado…
Sin embargo, en multitud de ocasiones el vacío lo genera precisamente nuestra propia percepción equivocada, al confundir lo real con lo meramente imaginario .
Tiene lugar así una situación paradójica, ya que partíamos de una imagen cierta y una identidad perfectamente definida, imagen e identidad que nos proporcionaban estímulo y motivación, que nos mantenían en definitiva anhelantes, a la espera de acontecimientos dichosos. Por decirlo de algún modo, existía, al menos subjetivamente hablando, una realidad dentro de la irrealidad.
Generalmente, este punto de partida viene marcado a menudo por un previo contexto donde imperan la pesadumbre y la amargura, motivadas estas a su vez por el hastío, el inconformismo, la necesidad de cambios, el aburrimiento y otras variables similares, todo lo cual tiende a tejer una especie de urdimbre alrededor de la cual se modela todo el armazón idealizado, armazón que finalmente termina sucumbiendo en su impacto contra la realidad demoledora, surgiendo entonces de la brutal colisión el vacío.
Parece obvio que la solución al problema requeriría el enfrentamiento abierto contra la situación irreal y la aceptación de que esta es tan solo una entelequia elaborada por la propia conciencia precisada de estímulos. Pero no es, ni mucho menos, una tarea sencilla, y no lo es sobre todo porque tal enfrentamiento acostumbra a provocar mucha zozobra y agitación en quienes lo acometen, como si al abrir los ojos para permitir que la entelequia se desvanezca se viesen de repente desnudos, sin ninguna referencia capaz de servirles tanto de guía como de motivación, y, en consecuencia, sin posibilidad de proseguir avanzando, por más que ya sean conscientes de que hasta ese momento su marcha no había sido sino un mero avance a ciegas. Para algunos supondría algo así como llegar al borde de un precipicio donde el siguiente paso implicaría ya por narices saltar. Y, claro, eso acojona, ya lo creo que acojona. Acojona bastante.
Sin embargo, aquellos que, superando ese miedo visceral, optan por arrojarse al precipicio, suelen terminar descubriendo que, más allá del dolor producido por la caída, esa era, en efecto, la única solución posible, ya que, por mucho que joda, casi nunca hay cura sin dolor.