El accidente
4 Ago, 2019
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           No había una razón concreta que explicase por qué Jorge Acosta, desde hacía más de un mes, acudía todas las mañanas, sin excepción alguna, a aquella distante playa, sobre cuya arena, cálida y húmeda, se afanaba en interminables paseos que carecían de un principio y un fin determinados. A él mismo se le escapaban los argumentos, la justificación que de algún modo revistiese de lógica tan extraña rutina, más allá de la proveniente de ese recóndito universo que son las sensaciones, las únicas al fin y al cabo capaces de dar respuesta a todas las incógnitas habidas y por haber en el alma humana, sensaciones que en el caso de Jorge se traducían en alivio y relajación, en esa especie de balsámico consuelo que percibía durante aquel caminar pausado en paralelo a la costa, única forma que hallaba para, al menos en parte, calmar su profunda aflicción y de algún modo acallar las querellantes voces de su conciencia atormentada.


           Aun con algún que otro matiz específico, el recorrido venía a ser siempre el mismo, como idéntico era asimismo el escenario y, por ignotos caprichos del destino, invariables también los rostros que encontraba cada día en su regular trayecto .

Allí estaba siempre la niña con coletas que, cerca de la orilla, se enfrascaba con sus cubos y herramientas de plástico en construir un castillo de arena que, de modo ineluctable, terminaba siendo destrozado por una ola sediciosa justo cuando él pasaba por allí. Se cruzaba igualmente con la pareja de jóvenes que sobre las aguas jugaban a pasarse el uno al otro una pelota hinchable de color morado, y con el anciano cuyos ojos acuosos hundidos en el fondo de sus cuencas miraban con fijeza al horizonte, y con el pescador que repasaba las jarcias de su pequeño barco antes de lanzarse a la faena. Allí estaban todos cada mañana, como personajes fijos de una pintura al óleo, una pintura en cuyo fondo destacaba el mar, inmutable asimismo, calmo y sosegado, azul como las lágrimas de los ángeles, y al pie la arena blanca, suave como el terciopelo, que hollaban sus pies cansados.


           No variaban tampoco sus obsesivos pensamientos; el incesante caminar conseguía en parte narcotizarlos, pero aun así continuaban siendo punzantes y dolorosos, extremadamente dolorosos. Por mucho que quisiera, le era imposible dejar de pensar una y otra vez en lo mismo, como si su cerebro estuviese atrapado dentro de una angustiosa espiral infinita, dejar de pensar, en suma, en el fatal accidente de tráfico que había sufrido, aquel en que el vehículo que conducía chocara de forma brutal contra otro que circulaba de frente suyo. El instante concreto en que tuvo lugar la colisión no deja de reproducirse dentro de su cabeza, como un fogonazo feroz que, inagotable, restallara de forma continua para con su lacerante destello herirle las sienes y desde allí extenderse a todas y cada uno de las células de su cuerpo. Era del todo incapaz de extraer de su cerebro esas imágenes, grabadas que allí quedaron a fuego.


           Como tampoco podía dejar de pensar en la muchacha que conducía el otro coche, quien resultó muerta en el acto. Esa muerte conformaba sin lugar a dudas la principal fuente de su dolor, de la que manaban las aguas que nutrían los espantosos remordimientos que no le dejaban vivir. Era horrible pensar que por su culpa había sido segada de cuajo una vida humana, una vida además tan joven, en la que apenas habrían florecido veinticinco o, a lo sumo, treinta primaveras. El sonido de las olas al sucumbir contra la orilla y besar sus pies reducía su angustia, pero ni mucho menos la eliminaba, no en vano esa angustia formaba ya parte integrante de su sangre, en su escarlata solución flotaba y por ella discurría hasta llegar a los pulmones, anegándolos de su viscosa esencia para impedirle respirar con normalidad, y también al corazón, cuyos latidos quedaban ralentizados por la infinita pena de que era portadora.


           No conocía a la chica, nunca antes la había visto, pero bastaron los dos escasos segundos que contempló su rostro al otro lado del parabrisas, esos dos segundos previos al cruel impacto, para que, como si de una instantánea fotográfica se tratase, quedara para siempre estampado en el álbum que contenía las imágenes más trascendentes de su vida. Ahora veía ese rostro en todas partes. Lo veía superpuesto sobre la niña del malogrado castillo de arena; lo veía sobre la faz ajada del anciano contemplativo; lo veía en el pescador afanoso; lo veía en cada una de las personas con las que iba cruzándose en su paseo a lo largo de la playa. Y lo veía también en la mar, columpiado por las olas que festoneaban el agua, y en el cielo, a cuyo azul daba el toque verde de sus ojos y revestía con el perfil ovalado que modelaba sus finos rasgos. Ese rostro femenino lo ocupaba todo, se había convertido en el centro del Universo y sobre él convergía, mágicamente adaptado a su delicada estructura, el circundante entorno.


           El paisaje era así en cierto modo ella, y ella, transmutada de esta forma en paisaje, constituía por tanto el paliativo que sedaba sus congojas. Paradójicamente, la inmolada víctima, a través de ese asombroso panteísmo en que venía a desplegarse, era en última instancia la encargada de atenuar la picazón de sus remordimientos, por más que estos siguiesen allí, incrustados en lo más hondo de su espíritu, recordándole a cada instante las premisas de lo que había sido una imperdonable negligencia. ¡Si hubiese estado más descansado! ¡Si no hubiese cogido el coche en una noche tan lluviosa como aquella! ¡Si hubiese conducido más despacio! ¡Si...! Condicionales que suponían cada uno de ellos un dardo cuya punta venenosa se hincaba con sevicia en su desolada conciencia.


           Sin embargo, aparte de ese reconcomio, otro sentimiento despuntaba dentro de su pecho, un sentimiento de distinta índole, pero tan poderoso como el otro, más aún si cabe. Pero ¿cómo? Ni él mismo acertaba a definirlo, pero permanecía ahí, gritando desde dentro para ser oído, golpeando con fuerza sobre las paredes de la placenta donde estaba siendo gestado. La fecundación había tenido lugar a partir de ese mismo rostro que en el instante previo al accidente le fuera revelado, un rostro cuyos rasgos representaban a su juicio la suma perfección, la belleza hecha carne, una belleza que para él quedó condensada en los increíbles ojos verdes que tras el cristal del automóvil se desplegaron para refulgir como esmeraldas durante aquellos dos fatídicos segundos, luego de los cuales su brillo quedaría ya apagado para siempre. Dos segundos. Dos segundos bastaron para fertilizar esa nueva emoción que, semanas después, habría de bullir con fuerza dentro de sus venas y agitar hasta la última fibra de su sistema nervioso. Hijo de este singular arrobamiento, el recién nacido, aun no bautizado todavía, no era otro que el mismísimo amor.


          ¿Podía no obstante ser posible? ¿Podía en verdad amar a alguien a quien no llegó nunca a conocer, a alguien con quien su único contacto, fugaz y demoledor, había desembocado en el más dramático de los desenlaces? Estaba loco sin duda. El accidente se había cobrado la vida de ella y condonado la suya, sí, pero lejos de dejarle tan ileso como creyera, había de alguna forma dañado su cerebro; sólo así podía explicarse un brote de amor tan aberrante. Ahora bien, ¿qué importaba que fuese una locura? Él la amaba. Alterada o no por la demencia, esa era la realidad. ¿O acaso pretendía engañarse a sí mismo con inútiles sofismas? No. La amaba. ¡No podía negarlo! Lo jodido era que ese amor, complaciente en su natural esencia, contenía al propio tiempo la fuente de su desdicha, cual era amar a una persona que no podría jamás corresponderle, a una persona a la que jamás volvería de hecho a ver, a una persona, en suma, a la que su propia negligencia había inmolado. ¿Podía existir tragedia mayor que la suya? ¡Ella estaba muerta, muerta por culpa suya, de su irremisible imprudencia!


           Con la regularidad de un reloj, prosiguió el verano su incesante marcha a través del calendario. Jorge Acosta no faltaba ni un solo día a su cita con el mar, a su cita con ella. Cada jornada era un calco de la anterior y un anticipo exacto de la siguiente, sin que ningún acontecimiento inesperado alterase esta asentada rutina, salvo si acaso que cada día notaba cómo su amor se hacía más y más intenso.


           Una mañana, sin embargo, durante el transcurso de su paseo, justo cuando acababa de dejar a sus espaldas a los jóvenes que jugaban con la pelota hinchable, Jorge percibió de repente un picor extraño recorriendo sus piernas, como si desde los tobillos ascendiese por ellas toda una legión de hormigas soliviantadas, seguido a los pocos segundos de un frío intenso, glacial, que le hizo estremecerse de arriba abajo. Se detuvo sobrecogido y comenzó a especular sobre qué anomalía podía estar sucediéndole. No tuvo tiempo, sin embargo, para demasiadas conjeturas, pues rápidamente notó que se mareaba y que apenas podía mantener el equilibrio. A modo de girándula enloquecida, la cabeza comenzó a darle vueltas y más vueltas, como si estuviera en una frenética montaña rusa que la hiciera rotar a velocidad vertiginosa, si bien, para ser precisos, no era aquélla la que en realidad giraba, sino el paisaje externo, que parecía de súbito haberse animado y se movía en círculos concéntricos alrededor de su persona, círculos que a medida que se iban estrechando se desvanecían ante sus ojos, como si el panorama que contenían formase parte de un cuadro que de repente se destiñera. Aquello era totalmente surrealista, formas que se evaporaban en la nada, engullidas por una especie de vacío oscuro e infinito, un cósmico agujero negro que todo lo iba tragando, y a él con todo, pues como no podía ser de otro modo, en este torbellino de inverosímiles revoluciones Jorge Acosta terminó por desfallecer y perdió el conocimiento.


           Cuando despertó todo había cambiado. Ya no estaba en la playa, sino en medio de un paraje completamente ignoto, un lugar indefinido donde no existía estela alguna que de orientación pudiera servirle, toda vez que una espesa niebla lo cubría todo, impidiendo apreciar las formas circundantes, si es que las había. No tenía ni idea de donde se hallaba, si bien, pese a lo misterioso del lugar, se sentía muy sereno y relajado, como si el peso de su cuerpo hubiera desaparecido y se desplazara ingrávido sobre una acogedora superficie volátil. De hecho, el suelo no parecía ser sólido, sino un lecho vaporoso donde más que sostenerse, se flotara. La única referencia era una luz difusa que titilaba en la lejanía, más allá de la capa de niebla. Hacia ella se encaminó, consciente de que no tenía otro sitio donde ir.


           Conforme se acercaba, la luz se iba ensanchando y ganando en intensidad. También en magnetismo, como atestiguaba el hecho de que Jorge sintiese un deseo cada vez mayor de alcanzarla, un deseo que se convirtió en verdadero anhelo cuando la luz empezó a reflejar el rostro de la mujer que desde hacía semanas ocupara la mayor parte de sus pensamientos, el rostro de la mujer que amaba. Ese rostro animó sus piernas, haciendo que el fluir de sus pasos se transformase en enardecida carrera. Jorge Acosta corrió como nunca antes había corrido, ansioso de llegar lo más rápido posible a la luz, si bien, dada la sutil contextura de aquella superficie gaseosa, la sensación, más que de correr, era de volar. ¡Jorge volaba! Aquello era realmente increíble, tan increíble que no admitía otra explicación que no fuese la de un sueño. Sí, tenía que estar forzosamente soñando, no podía ser de otro modo, pero aún así era maravilloso, nunca se había sentido tan bien como en esos momentos en que, etéreo como las propias nubes, planeaba hacia aquella luz donde lo aguardaba la mujer de sus sueños. Poco importaba si estaba o no durmiendo; en esos momentos aquella luz era la única realidad que a sus sentidos se ofrecía, lo único que verdaderamente merecía la pena.


           Al día siguiente se celebró un sepelio en el cementerio de la ciudad. Enterraban a un pobre muchacho que había estado varias semanas en coma luego de sufrir un terrible accidente de tráfico. Perdida toda esperanza, sus familiares habían finalmente accedido a la desconexión de los tubos que durante dicho lapso lo mantuvieron con vida de una manera artificial. Alargar la agonía por más tiempo habría sido tan cruel como inútil. Al propio tiempo que sobre el ataúd, ya introducido en su morada arcillosa, iban cayendo las paladas de tierra, caían asimismo las lágrimas que sin cesar derramaban padres, hermanos y demás familiares del joven difunto; lágrimas cargadas de infinito dolor, de desgarrada pena. Todo eran sollozos y lamentos, voces rotas que clamaban en porqués cuyas respuestas nunca les serían ofrecidas.... Aunque alejada algunos metros, una joven con muletas asistía también al funeral, una joven por cuyas mejillas resbalaban asimismo lágrimas ácidas. No conocía al joven muerto. En realidad, sus miradas se habían cruzado tan solo durante un brevísimo par de segundos, los que mediaron antes de la frontal colisión que tuvo lugar entre sus respectivos automóviles. Ella se recupera aún de sus heridas. Del occiso poco sabe, tan solo que luego del accidente quedó largo tiempo en coma y que la víspera había al fin fallecido. Sabe también que se llamaba Jorge.


                         

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Aquiles 67 puntos 5 Ago, 2019 Aquiles 67 puntos
Me gustó mucho, sobre todo el sorprendente final
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5 Ago, 2019
Mario C 156 puntos 5 Ago, 2019 Mario C 156 puntos
Gracias Aquiles. Celebro que te gustara
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5 Ago, 2019
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